domingo, 8 de agosto de 2010

A PROPÓSITO DEL RECIENTE ESTRENO DE VINCERE
LA GRAN METAMORFOSIS DE MUSSOLINI




La figura de Benito Mussolini, lo mismo que la de su par Adolfo Hitler, ha sido tratada en abundancia por parte de la filmografía inaugurada a partir de 1945 tras el resultado bélico. En todos los casos, cuando no se ha tratado expresamente de una banalización y burla de las mismas y se ha pretendido en cambio hacer ‘historiografía’, nos hemos hallado siempre con interpretaciones capciosas efectuadas más que con una finalidad científica y objetiva de los hechos con la pedagógica de indicarnos todo que había estado mal y condenable y que por lo tanto no debía repetirse ‘nunca más’.
No ha escapado de esta intencionalidad explícita la obra del autor Marco Bellocchio que aquí comentaremos. Bellocchio pertenece como tantos a esa cultura de izquierda y partisana que ha venido gobernando en unanimidad la cultura italiana en forma sistemática y tediosa desde la victoria de los Aliados en Italia y su consecuente ‘liberación’, mal pudiendo reclamarse de la misma algún acto de revisionismo o intento por no querer seguir con la corriente. Sin embargo es de destacar aquí dos hechos significativos que no deben descuidarse. Por primera vez el cine intenta develar ese acontecimiento misterioso de la historia europea cual fue que la gran y única revolución en contra de la modernidad que hubo en el siglo pasado fuera llevada a cabo por alguien que paradojalmente expresaba una de las manifestaciones más extremas y virulentas de la misma, estando emparentado incluso con la variante más jacobina del socialismo. Y en tal sentido el autor, sin proponérselo explícitamente, da en la clave de cuáles han sido las temáticas de esta verdadera metamorfosis que fuera la revolución fascista la cual tuvo que acontecer, antes que en Italia, en la atormentada alma de Mussolini a través de una serie de conflictos en su personalidad que incursionan incluso sin proponérselo en una esfera metafísica.
Mussolini, antes de ser el Duce era un dirigente socialista de la variante más extrema de su espectro. Era furiosamente antireligioso (1) y contrario totalmente a las reivindicaciones nacionales de su patria a las que calificaba como burguesas de la misma manera que a la Primera Gran Guerra que ya había estallado en el continente. Hay dos momentos fundamentales que aparecen en la película y que son significativos respecto del cambio que habría de acontecer en su conciencia. El primero de ellos es cuando, en un debate al que es invitado, lanza un vehemente desafío a Dios para que demuestre que existe verdaderamente fulminándolo en un lapso de cinco minutos, cosa que por supuesto no sucede, pero que para él sería en ese entonces una señal irreversible de su inexistencia. El segundo es cuando, en un Congreso del Partido Socialista, se produce la ruptura con sus compañeros poniéndose a la cabeza de la vertiente más extremista. Mientras que los socialistas convencionales y reformistas, siguiéndolo a Marx en la consigna de que los proletarios no tienen patria, sostenían que Italia no debía participar de una guerra entre burguesías, Mussolini en cambio afirma que la misma puede llegar a convertirse en un vehículo de aceleración del hecho revolucionario convirtiéndose así en un verdadero boomerang para quienes la habían iniciado. Hasta aquí Mussolini no se diferencia de Lenin quien en su ruptura con los mencheviques rusos sostenía lo mismo. Sin embargo las perspectivas existenciales serán sumamente diferentes entre ambos. El ruso capitaneará desde el exilio una revolución la que, a pesar de no haberse opuesto a su estallido, en última instancia será en contra de la guerra, tratando de aprovecharla para sus fines propios. En efecto, Lenin promovía el ingreso de su país a la contienda, pero con la finalidad de producir deserciones, desestabilizar al régimen, acentuar la lucha de clases, generar conflictos allí donde éstos no existiesen o fuesen simplemente germinales. Mussolini en cambio se siente atrapado por la guerra misma. Es la guerra, y en esto se encuentra el acierto de la película, lo que produce en él el cambio verdadero. Lejos de querer dirigirla desde bastidores, se enrola como voluntario y participa de duros combates. La guerra, en contacto con sectores del movimiento futurista, se convierte así de ‘motor de la lucha de clases’ en ‘una higiene para el alma’. Con Proudhom podría llegar a decir que es ‘como el huracán que sacude las aguas turbias’, concibiéndose así que mal puede destruirse al burgués consumista que está allí afuera si no lo hacemos previamente con el anida en el seno más profundo de nosotros mismos. Y es aquí donde aparece el momento culminante de la película. Mussolini cae herido gravemente en la contienda y la imagen se traslada al hospital de campaña en donde se curan a los heridos del combate. Es precisamente en este lugar donde se le aparece el Dios al cual había desafiado en un debate, a través de sucesivas imágenes en las paredes de la sala. Es como si le hubiese contestado recién ahora, años más tarde, a su desafío. Si hubiese aceptado aparecérsele en aquellos 5 minutos no habría expresado su verdadera esencia, sino solamente satisfecho un capricho tuyo. Una divinidad verdadera no necesita mostrarse todopoderosa para satisfacer la propia vanidad ni la de otros, ella lo es en su extrema sabiduría de saber gobernar los acontecimientos de acuerdo a sus designios. Italia y Europa entera precisaban de un Duce, de un conductor, que hiciese la verdadera revolución restauradora, que la sacudiese, luego y a través de la guerra, del humus burgués y asfixiante inaugurado por la revolución francesa. Los 5 minutos otorgados eran un tiempo muy escaso para sus planes. El Duce entonces, tras salir del hospital modificado y en neto contraste con Lenin, dirigirá un profundo cambio en la sociedad italiana, volviendo a unir sus instituciones quebradas, principalmente la Iglesia y la Monarquía, disociadas desde el siglo anterior tras la toma de Roma. Y resulta verdaderamente curioso cuando no providencial que esta restauración haya sido producida por quien por el contrario proclamaba la destrucción de las mismas.
La película por supuesto, en tanto no escapa al clima de banalidad reinante, pretende poner el acento en el tema de los amoríos de Mussolini con Ida Dahler, una austríaca de Trento, posiblemente de origen hebreo, apasionadamente enamorada de éste y con el cual tiene un hijo, y que se encuentra magníficamente interpretada por la bellísima Giovanna Mezzogiorno. Pero esta relación no puede entenderse sino en el contexto metafísico antes mentado. La austríaca pertenece a ese pasado que el Duce ha superado luego del conflicto religioso. Ella se había enamorado del primer Mussolini expresado en aquella audacia en desafiar las instituciones con una atrapante seguridad en sí mismo y en convicciones que lo llevaban hasta desafiar al mismo Dios. Pero no había sido capaz de percibir, aun en los momentos más intensos de climax sexual, que éste se sentía en verdad atraído por otros llamados de orden superior. Ahora que se ha convertido en el Duce, dejando atrás al Mussolini socialista y subversivo, resulta ya imposible volver atrás. Al respecto podría significarse que a la mayor parte de los espectadores modernos que ven la película les debe haber parecido realmente absurdo que el Duce haya cambiado a la fascinante Dahler-Mezzogiorno por la insulsa matrona Donna Rachele, la esposa que lo seguirá en fidelidad extrema hasta el final de sus días. Pero esta temática hay que entenderla en el seno de lo que el fascismo fue verdaderamente. Si para el moderno, influido por décadas de freudismo, el sexo y la mujer representan metas en la vida, llegando a convertirse en verdaderas obsesiones, tal como singularmente nos ejemplifica Dahler-Mezzogiorno en sus acosos incesantes al Duce ya cuando ha arribado a ser gobierno y la ha ostensiblemente repudiado, el fascismo concibió siempre y aun en el mismo cine que debía ser subordinado a pasiones más altas y elevadas. En Squadrone Bianco, película significativa de aquella época, por ejemplo, aparece como personaje central un burgués que renuncia a un apasionado amorío para irse a la guerra y que luego de su experiencia en los desiertos inhóspitos de Libia repudia a su amante manifestando haber hallado allí a su verdadera pasión.
Los detractores de Mussolini han querido condenarlo por haber pretendido esconder tal relación recluyendo a la Dahler en un manicomio y a su hijo, de nombre también Benito, en un oscuro anonimato. Y hay en la actualidad al respecto toda una bibliografía que enfatiza en las distintas amantes que éste ha tenido a lo largo de su vida. Pero hay que aclarar aquí dos cosas. Que la actitud de Dahler, en sus obsesivos acosos y en su renuncia a querer reconocer la realidad, justificaba plenamente una internación, en especial tratándose la suya no de una simple relación, sino estando de por medio la figura del jefe de Estado. Con seguridad de haberse tratado de Lenin o de Stalin la actitud no habría sido ésta, sino directamente la eliminación física. Y con respecto a las sucesivas amantes de Mussolini, la realidad es que se trató siempre de relaciones pasajeras que en ningún momento pusieron en riesgo ni su matrimonio, ni lo desestabilizaron a él personalmente. Mussolini era alguien que gustaba de las mujeres, pero no era un mujeriego. En esto está la gran diferencia con el actual gobernante italiano Berlusconi con el cual ha querido comparárselo inopinadamente y que algunos al comentar esta película han querido asimilar. Pero podemos decir sin temor a equivocarnos que con seguridad de haberse encontrado en la misma situación del Duce, aquel no habría recluido a Dahler-Mezzogiorno en un manicomio, sino que la hubiera recompensado al menos con un ministerio (2), o que la habría hecho muy famosa, quizás permitiéndole escribir una biografía en la que narraba detalles de su relación, ni seguramente se hubiese casado con Donna Rachele, como tampoco habría hecho de Italia una nación soberana.

(1) Si bien en la película no se menciona, debemos recordar aquí que es de aquella época una obra de Mussolini titulada Los amores de un cardenal, cuyo título habla por sí solo.
(2) Creemos nosotros que no existe insulto más grande que se le pueda hacer a Mussolini que querer compararlo con Berlusconi, quien por el contrario, a diferencia de éste, es un esclavo de su sexualidad, no pudiendo ni siquiera ocultarlo en público. Tiempo atrás tuvo la desfachatez de decir que él no paga por sus relaciones, pretendiendo hacer creer que existe un grado menor de prostitución cuando en vez de recompensarse con dinero líquido, se lo hace con algo mucho más sustancioso como cargos públicos, rating, famas, etc., es decir todo lo que el poder
produce en quienes se le acercan a cambio de favores.

Marcos Ghio
8/08/10

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